El Govern va considerar que per a recuperar el creixement calia
augmentar els beneficis empresarials.
Ho va aconseguir (no el creixement, sinó el creisement dels beneficis empresarials) amb devaluació interna,
és a dir, reducció de salaris i transvasament de rendes des d'abaix
cap amunt, amb la reforma laboral (acomiadament quasi lliure, supressió
de drets i llibertats) i aplicant una política fiscal aberrant, encara
que relativament comuna entre els països desenvolupats.
Quan uns pocs tenen tot i tots no tenen gens, quan el Govern privilegia
al poderós, quan ens diuen que no hi ha alternatives, no pot existir
interès comú ni projecte comú.
Els carrers comencen a fer olor de
gasolina..i la societat perilla.
Diccionario
irreverente de economía
ENRIC
GONZÁLEZ
John Maynard Keynes afirmó que la deflación —es decir, el
descenso continuado de los precios y los salarios— era “lo peor”.
Como auténtico indocumentado irreverente, voy a cometer lo que en
términos religiosos vendría a suponer una blasfemia. No, John, no.
Con todo lo mala que puede ser la deflación, hay algo aún más
destructivo. Como siempre lo hemos tenido alrededor, nos hemos
acostumbrado a no hacerle mucho caso. Ni siquiera parece un factor
económico, sino algo natural e inevitable. Pero cuando se agudiza y
se agrava de forma constante, lo corroe todo. Hablo de la
desigualdad.
Son frecuentes las noticias sobre lo riquísimos que se hacen los
ricos. Sabemos que el 1% de la población mundial posee casi la mitad
del planeta; el 46%, de acuerdo con los cálculos más recientes. Los
aviones privados son cada vez más grandes y abundantes; los yates de
lujo se acercan al tamaño de los transatlánticos; existe un
segmento de la industria dedicado a producir artículos más o menos
inútiles pero carísimos, destinados a satisfacer las necesidades de
exclusividad de los megamillonarios. Podríamos pensar que eso
únicamente nos afecta de modo relativo, o que, mientras nosotros
podamos tener un empleo, solo supone una indecencia. No es cierto. Se
trata de uno de los síntomas más visibles de un cáncer gravísimo.
Esto empezó en los años setenta, cuando Estados Unidos sufría la
llamada estanflación (una mezcla de inflación y
estancamiento económico) y en Europa, con una estanflación similar
sumada a un desempleo muy alto, se acuñó el término
europesimismo. ¿Qué hacía falta para salir del atasco? Las
dos mayores potencias financieras de la época, Estados Unidos y
Reino Unido, confiaron en teóricos como Hayek y Friedman y eligieron
como dirigentes a Margaret Thatcher (1979) y Ronald Reagan (1980),
partidarios de impulsar la oferta. Tras décadas de dominio de la
demanda keynesiana (mejores salarios suponían más consumo y más
producción), que tendía a favorecer a los trabajadores, se apostó
por aumentar los beneficios de las empresas y los magnates.
En el fondo de cualquier teoría de la oferta está la idea de la
filtración: cuanto más ganan los ricos, más crece la economía y
algo acaba derramándose sobre los demás.
El auge de esta teoría se combinó con la liberalización de los
mercados financieros y del comercio internacional, la famosa
globalización. Y con el fin de la equidad fiscal. Dado que los ricos
podían mover su dinero por el mundo, refugiarse en paraísos
fiscales y, en ciertas regiones, financiar golpes de Estado cuando un
gobierno contrariaba sus intereses, se dio por hecho que el peso de
los impuestos debía recaer sobre los asalariados. Que, además,
debían ser desposeídos de la estabilidad consustancial a la clase
media: la explosión demográfica mundial y el auge de las
migraciones crearon el precariado, no muy distinto del antiguo
proletariado, pero aún más inseguro y desmoralizante, y lo bastante
disperso, heterogéneo y acojonado como para hacer casi imposibles
sindicatos, huelgas y otros inconvenientes para el patrón.
Esto no es historia. Es lo que ha vuelto a pasar en España
durante la crisis. El Gobierno del PP consideró que para recuperar
el crecimiento había que aumentar los beneficios empresariales. Lo
consiguió (no lo del crecimiento, sino lo de los beneficios
empresariales) con devaluación interna, es decir, reducción de
salarios y trasvase de rentas desde abajo hacia arriba, con la
reforma laboral (despido casi libre, supresión de derechos y
libertades) y aplicando una política fiscal aberrante, aunque
relativamente común entre los países desarrollados. Eso que
denominamos austeridad y no lo es para todos.
La globalización diluye las estructuras de los antiguos Estados
nacionales. Combinemos eso con el crecimiento de las diferencias
económicas entre los que más ganan y los que menos. ¿Alguien
espera que eso conduzca a una mayor cohesión social? No, conduce a
lo contrario.
Los intereses de los de arriba (engarzados con esas instituciones
que consideramos too big to fail, como la banca, y a las que
los de abajo tenemos que sufragar los desmanes) no hacen más que
alejarse de los intereses de la mayoría. Sin embargo, como los de
arriba son los dueños de medio planeta, se hace lo que quieren. La
precarización del trabajo, la imposibilidad de prever ingresos y
gastos, la inseguridad vital, y algunos fenómenos singularmente
repulsivos (la esperanza de vida decrece entre quienes menos tienen)
son el resultado de las políticas de filtración.
Resulta que, como era de prever, las migajas que caen desde la
mesa de los ricos apenas sirven de nada. Y la acumulación de más y
más capital en menos y menos manos no lleva a la inversión estable,
sino a la especulación y al derroche.
Cuando el jefe gana mil veces más que el empleado, cuando el
Gobierno de turno privilegia al jefe porque es creador de riqueza,
cuando el lenguaje oficial asegura que no hay alternativas, no puede
existir interés común ni proyecto común. Y la sociedad peligra.
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